Después de tres paradas sin que entrara nadie en el vagón, Ana se sobresaltó al oír cómo se abría la puerta. Estaba acostumbrada a ir en el último metro. No le asustaba ir sola. Las clases en la universidad en turno de tarde-noche, le habían convertido en una habitual de la última hora. Ahora, a pocos días de los exámenes de septiembre, las tardes de estudio con Bea terminaban pasada la medianoche. Nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, lo que pasa es que ya es mañana. Ana no era una mala estudiante, pero siempre dejaba las cosas para el último momento.
La puerta acabó de abrirse y detrás de ella apareció una gran mochila en la espalda de un chico con bermudas y sandalias. La mente de Ana no tardó ni medio segundo en catalogarle como un mochilero. Los mochileros despertaban sentimientos encontrados en Ana. Por un lado le encantaba la idea de convertirse en uno de ellos y recorrer el mundo sin preocupaciones, con la casa a cuestas como los caracoles. Pero, por otro lado, le parecían sucios y dejados, como si no les importara nada la impresión que causaban en el resto del mundo. ¿Es que no se pueden duchar y peinar de vez en cuando?
Esta mezcla de sensaciones le llevaba siempre, sin remisión, a mirarles con un poco de repulsión, pero no podía evitar hacerlo. Era una sensación morbosa la que le obligaba a mirar sabiendo que, lo que vería, le produciría repulsión. Para no volverse loca con esta manera de comportarse había inventado una excusa que le permitía mirar y le daba un motivo "aceptable" para hacerlo: las mochilas. Los mochileros, con una intención que ella juzgaba un poco chulesca, casi siempre adornaban sus mochilas con las banderas o escudos de los países o ciudades que visitaban. Una especie de pasaporte de exhibicionista. Ana sabía que parte de su mala impresión se debía a que ella no había salido nunca del país y le parecía que ellos estaban presumiendo. Así que, una vez más, se dispuso a descubrir qué sitios había conocido aquella mochila. Esa es de Suecia, aquella de Gran Bretaña, Alemania, Canadá...
Antonio estaba teniendo un mal día en una mala vida. Le acababan de echar del albergue. Llevaba una semana y le dijeron que no podía seguir durmiendo allí. Llevaba desde que entró en el albergue sin pincharse. Había decidido dejarlo. Ya ni siquiera recordaba cuántas veces se había propuesto lo mismo, pero esta vez iba a ser diferente. Buscó ayuda en el albergue y se la dieron. Lo estaba llevando bastante bien. Casi había superado las crisis. Pero, recordaba que siempre había habido un pero en las ocasiones anteriores, se acabó su estancia en el albergue. Le habían ofrecido ayuda, pero desde ese día sólo sería ayuda para desengancharse, no para vivir: ahora tendría que buscarse la vida.
No sabía dónde ir y se metió en el metro, a donde fuera. Llevaba todo el día cambiando de línea y de dirección hasta que el metro se fue quedando vacío. Había pensando en quedarse en alguna estación o en el propio vagón a ver si podía dormir ahí. No quería salir a la calle. Allí estaba la tentación y sabía que volvería a caer.
Estaba buscando una solución a su noche pero había algo que le molestaba en aquel vagón. Se sentía inquieto. Levantó la vista y descubrió lo que era. Había una chica en el vagón con él. No se había dado cuenta cuando entró. La típica niña de papá que tenía la vida resuelta. El problema más complicado al que se enfrentaba eran los apuntes que tenía sobre sus piernas. Pero tenía donde dormir, donde comer, que comer... Un sentimiento de ira empezó a subir por su pecho. No quería que eso pasara. La última vez que le pasó algo parecido con el mono... No quería recordarlo. Bajó la mirada y trató de olvidarse de ella.
Aquella parece de Argentina, esa es de Japón. Es imposible que haya estado en tantos sitios, parece muy joven. Ana se había dejado llevar y miraba con descaro la mochila y la cara del mochilero. No podía ser que hubiera estado en tantos países. Era un timo. Seguro que había comprado todas las banderas el mismo día que la mochila y las había pegado todas a la vez. Pero algo en su cara le decía que había vivido mucho. Tenía cara de haber estado en muchas partes y no todas buenas.
- ¿Por qué no dejas de mirarme? - Acabó por explotar Antonio. - Ponte a estudiar tus apuntes y déjame en paz. No sabes en lo que te estas metiendo niña.
Ana chilló. No se esperaba esa reacción. Se asustó. Volvió a mirar sus apuntes sin decir ni una palabra. Su mente se lanzó a pensar en qué sería lo siguiente. Un sudor frío bajaba por su frente. Quería llegar a la siguiente estación, salir de aquel vagón y del metro. Cogería un taxi, llamaría a su padre, lo que fuera, pero tenía que salir de allí. Sus ojos se empeñaban en mirar al chico para ver si se movía y su mente le ofrecía imágenes del chico saltando sobre ella con un cuchillo en la mano para violarla y matarla.
Se sentía un poco culpable. La chica no tenía por qué pagar su mal día. Era una niñata más con la vida resuelta, pero no tenía la culpa. Recordó a su hermana. Ella también estudiaba y se ganaba la vida. Aquella chica se parecía un poco a su hermana. Eso le hizo sentirse peor aún. Cada vez que la miraba para pedirle perdón veía como apartaba los ojos como un animal asustado en mitad de una carretera.
Un frenazo le sacó de sus pensamientos. El tren se había parado en mitad del túnel. Al menos seguía habiendo luz. Los segundos se empezaron a hacer minutos y aquello no se movía. Antonio tenía un poco de claustrofobia y, a pesar de llevar todo el día en el metro, quedarse parado en mitad del túnel era más de lo que podía soportar hoy. Se vio a sí mismo con los mismos ojos de animal asustado que tenía la chica. Se giró para mirarla...
No podía más. Estaba segura de que no iba a salir de aquel vagón, al menos intacta. En su imaginación la mochila estaba llena de cuchillos, navajas, jeringuillas,... Un golpe. !El tren se ha parado¡ Segura de que ha sido cosa de él. Su parte racional trata de hacerle ver que es imposible que el chico haya hecho algo para parar el tren, pero su histeria no atiende a razones. Ve como aumenta la inquietud del chico: se está preparando. Ve sus ojos, asustados, con las pupilas dilatadas. Esto es la guerra, o él o yo...
La chica está menos de un metro de él. No se ha dado cuenta de cuándo se ha levantado, pero ahora está ahí. Ve una mirada que le asusta. Ya no está asustada, está decidida. Pero no sabe qué ha decidido ni hasta qué punto tiene que ver él en la decisión.
El metro arranca de nuevo y la chica pierde el equilibrio cayendo sobre él.
Ana se lanza sobre el chico. El tren se pone en marcha y aumenta su fuerza. Antes de hacerlo su mente racional lanza un grito de ayuda. ¿Qué estoy haciendo? Pero ya es tarde, aunque intentara parar la inercia del arranque no se lo permitiría...
Antonio nota una presión en el pecho al tiempo que la chica cae sobre él. La sujeta con fuerza para que no se haga daño cayendo.
- Perdona lo de antes. Hoy está siendo un día horrible, pero tú no tienes la culpa. Me llamo Antonio.
En realidad no sabe si lo ha dicho o sólo lo ha pensado. La presión se ha convertido en un dolor insoportable y no puede respirar.
Ana se levanta asustada por lo que ha hecho. Al separarse ve como su bolígrafo asoma del pecho del chico. Clavado hasta más de la mitad. Ve como la sangre empapa la camiseta blanca a cámara lenta.
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